La Familia Torres, Leyenda

Textos y fotos por: Jorge Mario Múnera

Los hermanos Torres Solís vinieron al mundo y crecieron entre instrumentos musicales. Recién nacidos los acostaban sobre las marimbas, los acunaban en las cajas de los tambores recién tallados. Entre virutas, serruchos, machetes, palancas, cueros y cordeles, fueron imitando a sus mayores en las rutinas y el rigor de los lutieres. Pero también tuvieron que aprender todos los oficios necesarios para vivir en medio de la selva al lado de un gran río. Así fue como se adiestraron en la pesca y en la caza, en la recolecta de las plantas y los frutos del monte, en la siembra del pancoger, en el aserrío de árboles y maderas, en la talla de remos y canoas, en la mecánica de los motores que les permitían navegar largas distancias por ríos, esteros, manglares y mar. Sin embargo nada fue más importante en su educación que el aprendizaje de la gran tradición de la música ancestral.

Florentina Torres Solís y Jose Antonio (Gualajo) Torres Solís, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

En 1983 conocí a José Torres Montaño cerca a Guapi, río arriba en la vereda Sansón, donde vivía con su familia en una gran casa ribereña. Fui a buscarlo por una amiga que me habló del encanto de su ya legendaria marimba. En ese tiempo solo se llegaba allá por mar desde Buenaventura después de un día y una larga noche de azarosa navegación por el litoral caucano. Los pequeños barcos siempre iban con sobrecupo de viajeros y con frecuencia naufragaban o quedaban a la deriva en la corriente de Humboldt. La música del Pacífico colombiano era apenas conocida en el interior del país por los aficionados y estudiosos del tema y los sonidos de la marimba, bombos, cununos y guasás y las voces de las cantadoras retumbaban en las cuencas de los caudalosos ríos Guapi, Timbiquí, Saija y Micay, acrecentado el misterio de esas selvas salvajes envueltas en la bruma.

Jose Torres Montaño, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

Don José Torres narró su largo período de aprendizaje que duró 12 años en los que, de río en río, fue conociendo a los maestros que le enseñaron a tocar y a construir los instrumentos. Sin dejar de mirarme con fijeza evocó la memoria de Eliseo Valentierra, Eulogio Castillo, Eladio Vergara, Marciano Yasquín, Martín Lobatón y Nasario Solís quienes, además de iniciarlo en los secretos y artes de la música, lo ayudaron a enfrentarse con los espíritus malignos que acechan a todos aquellos que pretenden dominar la fuerza de los instrumentos, entregándole las claves para sobrevivir a los largos encierros en la soledad de la selva y a soportar las privaciones y abstinencias del cuerpo sin más alivio que las resonancias de la marimba y la fuerza creciente que proporciona la concentración en todo eso que siempre será inexplicable.

Rogelia Solís, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

El sonido de la marimba llama a las mujeres que recorren largas distancias para llegar a los lugares donde están los músicos tocando. Cantadoras y respondedoras, hipnotizadas por su llamado, acuden a las fiestas como agujas al imán. Anida en sus voces la memoria de los cantos, esa fuerza invisible sin la que los instrumentos quedarían escoteros, reducidos a meros cuerpos sin sombra. Enseñan los músicos maestros a sus iniciados que quien se atreve a buscar mujer antes de dominar su instrumento, pierde la habilidad y extravía su talento. Una vez que José supo que ya dominaba la marimba, entre todas las voces femeninas que cantaban arrulladas por el llover de las pepas de achira entre los pasadores de chonta de los guasás, reconoció la de Rogelia Solís, con quien se casó y formó su hogar, tuvieron sus hijos y compartieron vidas hasta el mismo día de su muerte.

Celestino Torres Solís, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

Nadie sabe como los árboles le hicieron saber a los humanos que en sus maderas llevaban escondidos los instrumentos musicales y que en cada uno ellos yacía el secreto de un sonido característico, único y distinto a todos las demás. Durante siglos los hombres, en medio de las maravillosas selvas que se descuelgan desde los altos páramos hasta las espumas del mar, fueron ensayando y descubriendo sus bondades, cómo y cuándo cortarlos y secarlos, cuáles eran los más adecuados para construir las cajas de resonancia, los tacos, las tablas, los canutos, cuáles las semillas más duras y cantarinas. Poco a poco aprendieron a reconocerlos y les fueron dando nombres: chontaduro, gualte, quitasol, guilul, palealte, balso, nalde, guadua, para distinguirlos en el delirante entrevero vegetal y, como bien lo decía don José Torres, poder desafiar el destino de los esclavos sin música.

Teódula Torres Solís, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

La marimba parece levitar en el amplio espacio de la casa; está como guindada de la nada, suspendida desde siempre en el aire caliente y húmedo del trópico ecuatorial. Los ruidos de la selva acuden a sus tablas y con el golpe de los tacos las voces de los animales, el rumor vegetal, el paso del viento, las corrientes profundas del agua, el oleaje de la mar cercano y los espíritus que rondan, empiezan a rasgar el aire desatando sonidos que se persiguen a sí mismos como las pisadas de una manada de tatabros. Todo lo que rodea al instrumento se torna melodía en un despliegue de arpegios en los que el bordón asedia a la requinta y viceversa, en una perfecta sincronización rítmica que libera una música profunda, sensual, libérrima. José Antonio y Florentina no necesitan mirarse para tocar; más allá de la fraterna complicidad los une la secreta plegaria de la marimba encantada.

Francisco Torres Solís, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

¿Lo oyes? Es el latido de la noche inmemorial, el pulso de lo más oscuro de todas las sangres. ¿Lo escuchas precipitarse desde el mundo atávico hasta el actual con su ritmo caudaloso y sincopado? Ceñido entre las piernas, apenas apoyado en el piso o colgado del cuello, el cununero extiende sus fuertes manos sobre el parche de piel de venado y golpea el centro y los bordes del cuero con las palmas, con la yemas callosas de los dedos, con el fuerte canto o con el sólido talón. Los cununos van en pareja: el más grande es grave, de sonido apagado como el rumor de un mantra mientras que el pequeño o repicador, siempre brinca en punta como los peces que rompen la superficie del agua y vuelan por un instante en rumbos imprevisibles, similares a los pies descalzos de los bailadores. Poco a poco el tremor de los tambores se va apoderando del cuerpo de Francisco.

Heriberto Torres Solís, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

Como quien prepara una liturgia pagana, el percusionista va tensando con cuerdas y cuñas los parches de piel de tatabro o de venado en los aros y arillos para afinar los dos bombos, el golpeador que es la voz líder del conjunto instrumental, el que activa el discurso musical y le da rumbo a la marimba y a las voces marcando sus entradas y salidas, en mancorna con el arrullador, un poco más pequeño, que preciso y sin variaciones puntúa el ritmo interpretado. Una vez templado, el bombero bien parado se lo cuelga de un hombro y descarga un golpe en el centro del parche con toda la fuerza del cuerpo y continúa castigando el cuero con el boliche y la madera hueca, los aros y las cuerdas con la vara corta del apagante, despertando así el célebre tumbao del bombo que alerta a todos los seres vivos y estremece hasta la última hoja de la selva cimarrona .

Genaro Torres Solís en la marimba, vereda Sansón, 1983.
Foto: Jorge Mario Múnera

Tocar la marimba es un oficio arriesgado y peligroso. Su música desata pasiones, casa enfrentamientos, despierta envidias, da ataques de celos, mortifica rencores, arranca costras de amores tristes, remuerde las frustraciones, asegura enemigos de por vida, le suelta la guasca a las penas que se embriagan con el licor de sus acordes. El deseo, el amor y la muerte alimentan la voracidad del diapasón insaciable. En la penumbra cargada de ánimos, la agilidad de los tacos revela la verdad de las historias calladas y desvela una belleza cegadora. La marimba de los espíritus, sin que nadie lo sospeche, traza el destino de todos aquellos que la escuchan, sean gentes, animales o plantas, les revela su porvenir. Quien la interpreta espera desafiar al diablo alguna noche. Quien no me crea que le pregunte a Genaro, el hermano mayor de los Torres.

Vereda Sansón, Casa de la Familia Torres

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