En todas las culturas la ritualidad asociada con la muerte ha sido una herramienta que permite a los sobrevivientes tramitar el dolor que provoca la pérdida de sus seres queridos. En la tradición de los pueblos del Medio Atrato, las personas que mueren continúan viviendo en la comunidad y les es otorgado el carácter de protectores de sus seres queridos, sin embargo, este lugar no puede ser ocupado plenamente si éstos no se encuentran “en paz”, si no son sepultados con la ritualidad propia de las tradiciones vigentes. Tras la masacre del 2002 en Bojayá, la comunidad no sólo se vio afectada por la pérdida de sus familiares, amigos y vecinos, sino porque los rituales funerarios, propios de sus costumbres, no se pudieron realizar en el momento ni de la manera esperada. El desarraigo forzado después de la masacre le negó a la comunidad la posibilidad de cumplir con los deberes propios de su tradición hacia los muertos. La muerte tan abrupta, que apagó las vidas de tantos niños y adultos en un mismo acontecimiento, transgredió el tejido social y espiritual, nublando la posibilidad de atribuir sentidos a tal situación y quebrantando el vínculo que une a vivos y muertos; los sobrevivientes no tuvieron dónde realizar los velorios, las novenas, los cantos y los rezos para despedir a sus seres queridos.
El primer lugar de sepultura de las víctimas de la masacre fue una fosa ubicada a varios kilómetros de la iglesia, río arriba por el río Bojayá. La primera exhumación implicó que la fiscalía llevara los cuerpos al cementerio de Bellavista, ubicado en tierras altas, cerca de donde en 2007 sería reubicada la cabecera municipal. Sin embargo, las familias sobrevivientes nunca tuvieron la certeza de saber a quién enterraban. Después de muchos años de movilización del Comité de Víctimas, se inició el proceso de exhumación como acto de reparación, para los cuerpos que habían sido dispuestos en fosas numeradas, señaladas con cruces, pero sin ningún ritual funerario.
La identificación de los cuerpos, además de permitirle al pueblo de Bojayá el reconocimiento de sus seres queridos, implicó la posibilidad de realizar el ritual mortuorio que permitiera a las personas que murieron en la masacre el descanso de sus almas, y a sus dolientes, después de 17 años, ubicarlos, dignificar su muerte, honrarlos y despedirlos. Los cuerpos que lograron ser identificados, tanto de niños como adultos fueron entregados a sus familiares el 18 de noviembre de 2019, día de la realización del acto político de “La entrega final”. Es así, como entre alabaos y gualíes llegaron los familiares con los cuerpos al Mausoleo, lugar donde fueron sepultadas las víctimas fatales de la masacre del 2002. El Mausoleo es un espacio de memoria que permite tener a los sobrevivientes de la masacre de Bojayá, un lugar y un espacio tangible al que pueden ir a orar y visitar a sus sagrados espíritus.